martes, 24 de enero de 2012

El cruce de la fe y la política

Por Rafael Velasco

Afirmar una relación directa e inmediata entre la fe y la acción política lleva fácilmente a pedirle a la primera, normas y criterios para determinadas opciones políticas. Estas opciones, para ser realmente eficaces, deberían partir de análisis racionales de la realidad.

Reflexiones expuestas en el X Congreso de la Sociedad Argentina de Análisis Político.

Las relaciones de la fe y la política -particularmente en nuestro país- han sido desde todo punto de vista, complejas: No ha habido gobierno que no debiera tener en cuenta como interlocutor de peso a la jerarquía católica. No ha habido, lamentablemente, gobierno de facto, que no contara con la anuencia -cuando no la participación directa- de la jerarquía católica. No es casualidad -al menos en nuestro país- que las autoridades eclesiales estuvieran detrás de cuanto golpe militar ha habido y no sólo eso, sino que laicos formados por la Iglesia han aportado la masa crítica de funcionarios a estos regímenes antidemocráticos.

En Argentina aún es muy difícil de aceptar -en ciertas instancias jerárquicas y en cierto laicado clericalizado- que la Iglesia es una identidad más junto a otras identidades diversas y que su palabra puede aportar a la construcción social, pero no puede pretender ser una suerte de autoridad moral irrefutable.

La Iglesia tiene como misión anunciar el Reino de Dios inaugurado en Jesús. Al anunciar la llegada del Reino de fraternidad -proclamado por Jesús- hace ver, sin evasiones, lo que está en la raíz de la injusticia social: la ruptura de una fraternidad basada en nuestra situación de hijos de un mismo Padre; anunciar el Evangelio de Jesús debería hacer evidente esta alienación fundamental (la ruptura de la fraternidad) que yace bajo toda otra alienación.

En América Latina, ser Iglesia hoy quiere decir tomar una clara posición respecto de la actual situación de injusticia y exclusión social. El primer paso debe consistir en reconocer -dolorosamente- que a pesar de ser una de las instituciones con mayor credibilidad, en realidad, hay ya una postura tomada: la Iglesia se halla vinculada al sistema social vigente. Contribuye -lamentablemente- en muchos lugares a sacralizar un estado de cosas alienante, justificando a veces la violencia fratricida de los poderosos contra los débiles. La protección que ha recibido durante mucho tiempo (y aún recibe en muchos casos) de la clase social usufructuaria y defensora del modelo capitalista imperante, ha hecho de la Iglesia institucional una pieza del sistema, y del mensaje cristiano (o de su versión domesticada) un componente de la ideología dominante.

No obstante amplios sectores de la Iglesia estamos comprometidos en dar a luz otra praxis eclesial comprometida con los procesos de liberación, una praxis que termine influyendo en una auténtica conversión institucional.

Hecha esta primera reflexión autocrítica, quisiera avanzar un poco más en la relación fe y política:

Afirmar una relación directa e inmediata entre la fe y la acción política lleva fácilmente a pedirle a la primera, normas y criterios para determinadas opciones políticas. Estas opciones, para ser realmente eficaces, deberían partir de análisis racionales de la realidad. Se crean -sin estos análisis racionales- confusiones que pueden desembocar en un peligroso mesianismo político-religioso que no respeta suficientemente ni la autonomía del campo político, ni lo que corresponde a una fe auténtica, liberada de lastres religiosos. Como Paul Blanquart ha recordado, el mesianismo político religioso es una reacción arcaizante a una situación nueva, que no se es capaz de enfrentar con la actitud y los medios apropiados. Se trata por eso de un movimiento “infrapolítico” y que “no corresponde tampoco a la fe del cristianismo”.1

Por otra parte, afirmar que la fe y la acción política no tienen nada que decirse es sostener que se mueven en planos yuxtapuestos sin relación entre ellos. Partiendo de esta aseveración o habrá que hacer acrobacias verbales para mostrar -sin lograrlo- cómo la fe debe concretarse en el compromiso por una sociedad más justa, o la fe termina coexistiendo, del modo más oportunista, con cualquier opción política.

La fe y la acción política no entran en relación correcta y fecunda sino a través del proyecto de creación de un nuevo tipo de hombre en una sociedad distinta (una Utopía). Ese proyecto es el trasfondo de la lucha por mejores condiciones de vida. La liberación política se presenta como un camino hacia una utopía de un hombre mas libre, más humano, protagonista de su propia historia. “Sólo la utopía -afirma P. Ricoeur- puede dar a la acción económica, social y política un enfoque humano”. La pérdida de la utopía hace caer en el burocratismo y el sectarismo, en nuevas estructuras opresoras del hombre.2

Tal vez el mejor servicio que puede prestar el mundo de la fe a la política hoy sea mantener vivo el aguijón utópico para que la política no termine siendo -lo que ya es- sólo una praxis para hacerse con el poder y conservarlo a toda costa.

Juan Bautista Metz afirma que “toda teología es política”, es decir, que toda reflexión acerca del acto de fe, tiene consecuencias prácticas, públicas y comunitarias, es decir políticas. Por eso, todo pretendido “apoliticismo” -caballo de batalla de los sectores conservadores- no es sino un subterfugio para dejar las cosas como están. Para evitar cualquier compromiso con el cambio y la transformación social desde sus causas.

La Iglesia en su praxis y en su reflexión debe comprometerse, ser política. De lo contrario se transforma en una institución alienante, porque aísla o saca del mundo. Y -en realidad- según el mandato del mismo Jesús: es aquí, en este mundo, donde debemos ir construyendo el reino de Dios y su Justicia.

En todo caso su reconocimiento social y su autoridad debe volcarlas a favor de los que más sufren, a favor de la liberación de los oprimidos. La misión de la Iglesia en la sociedad y de cara a la política es ser signo de lo que la humanidad está llamada a ser: una familia en la que sea posible la fraternidad, porque todos somos hijos del mismo Padre. Esto significará hacer opciones claras y un involucramiento de las instituciones eclesiales en los problemas sociales, políticos y culturales.

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