miércoles, 26 de enero de 2011

Las víctimas olvidadas del Holocausto



 “Necesitamos más recuerdo, más educación en las escuelas, más diálogo social, más monumentos y más museos, ¡en toda Bielorrusia no existe un solo museo del Holocausto!”...




Ejecutado frente a una fosa abierta era el modo más común de morir en Blagovshchina. Antes de alcanzar este bosque, muchos creían aún en la liberación, el traslado o el empleo en alguna tarea. Eso les habían contado los nazis. Evitar el pánico era fundamental. El ritmo de las muertes estaba minuciosamente programado y los retrasos sólo complicaban las cosas.

Cuando de lejos empezaba percibirse el sonido de los tiros en la nuca, comprendía la mayoría lo que le esperaba en aquel retirado lugar, a unos 13 kilómetros de Minsk. La ubicación del recinto- conectado por carretera pero protegido por los árboles- era práctica y con toda probabilidad había servido ya para las purgas estalinistas. Parte de Bielorrusia se había convertido república soviética en 1920. Ahora, y desde finales de junio de 1941, el país se encontraba bajo ocupación alemana. La Wehrmacht marchaba hacia Moscú. Y en el bosque de Blagovshchina los nazis sólo habían tenido que colocar carteles en alemán junto a los que ya prohibían el paso en ruso.

Hombres, mujeres, ancianos y niños. El número exacto de judíos asesinados en Bielorrusia durante la II Guerra Mundial se desconoce; las cifras varían entre 250.000 y un millón. Lo que sí se sabe es que aquí estuvieron cuatro de los grandes campos de concentración de Europa. Uno de ellos, Maly Trostenets, el segundo en trágica importancia del continente, se alzaba cerca de Blagovshchina.

“Antes de la guerra, la cultura judía era muy rica en Bielorrusia. Los judíos estaban representados en todos los ámbitos de la sociedad, formaban un contingente de población importante y su idioma, el yidis, era una de las cuatro lenguas oficiales del Estado”, cuenta el historiador bielorruso Kusma Kozak. Retirado el ejército alemán, la comunidad había perdido al 80 por ciento de sus miembros. Se calcula que el nueve por ciento del conjunto de víctimas del Holocausto eran bielorrusas, y eso en un país de 10 millones de habitantes.

Y no sólo judíos nacionales encontraron la muerte en Bielorrusia. Miles de polacos habían llegado hasta aquí huyendo de unas matanzas que ahora volvían a alcanzarles. Unos 26.500 judíos fueron deportados a este lejano país desde las tierras del III Reich, “y que nosotros sepamos, sólo sobrevivieron 50”, indica Kozak.

Instaurado su dominio, los nazis ordenaron erigir guetos en las principales ciudades bielorrusas: el de Minsk fue uno de los mayores de Europa y apenas hubo quien logró abandonar sus cercadas calles con vida. Las masacres se tornaron comunes, al principio no tanto siguiendo un plan de aniquilación concreto como en función de las “necesidades” del momento. En noviembre de 1941, por ejemplo, llegaron a la capital los primeros trenes cargados de judíos alemanes y austriacos. Para “hacerles sitio”, entre 7.000 y 10.000 habitantes del gueto fueron fusilados en Blagovshchina.

Tropas alemanas ocupan Minsk, 9 de junio de 1941. (AP)

Sin embargo, sólo los deportados en condiciones de trabajar alcanzaban el devastado casco urbano: el resto iniciaba desde la misma estación, a veces en camiones-cámaras de gas, el viaje al fatídico bosque. “En el centro había un edificio de ladrillo rojo a medio construir […] que nos ordenaron limpiar inmediatamente”, escribe sobre su llegada al gueto el judío alemán Hienz Rosenberg, “cuando entramos, nos llevamos la segunda impresión espantosa de Minsk: cientos de cadáveres cubrían el suelo”. “Muchos nunca habían visto un muerto”, apunta Kozak.

“La vida en el gueto era muy dura. Hacía frío, no había agua corriente ni electricidad ni cristales en las ventanas, y la comida escaseaba”, explica el historiador, “Martha Krom murió por enfermedad el 27 de enero a las 6:15. Su cuerpo se quedó tirado en un pasillo. Hasta el 8 de marzo no fue enterrada”. A veces, los inviernos eran tan extremos que cavar una tumba en el congelado suelo se hacía imposible. “Unas 300 personas perecieron durante esos meses sin que pudieran recibir sepultura. No es de extrañar que tantos se volvieran locos, obligados a ver una y otra vez los cadáveres de sus seres queridos.”

En 1943, perdida la campaña rusa y apunto de hacer acto de presencia el Ejército Rojo, los nazis emprendieron la retirada y el desmantelamiento de sus guetos. En el de Minsk, cuanto habitante quedaba con vida fue asesinado y con granadas se destruyeron las casas. Borrar huellas rezaba ahora la divisa. A lo largo de dos años de ocupación, en el bosque de Blagovshchina se habían llegado a abrir 34 fosas comunes: en total, 150.000 cadáveres que presos de guerra soviéticos tuvieron que desenterrar, apilar e incinerar. Las columnas de cuerpos ardían durante días, sumiendo a toda la zona en una espesa niebla.

El antiguo gueto de Minsk es hoy un barrio más de la ciudad. Kozak recorre sus calles señalando lugares de trágicas historias a las que nada recuerda. A veces, ni siquiera se retiraron los muertos antes de erigir sobre ellos nuevos edificios. “¿Ve ese garaje?”, pregunta, “debajo había un sótano en el que trataron de refugiarse 17 personas. Todas murieron. Sus restos siguen ahí, ¡están debajo de un garaje! Viviendas, hospitales y escuelas se han construido encima de nuestros cadáveres.”

Corto fue el tiempo en el que los judíos pudieron soñar con una vuelta a la normalidad. El nuevo Estado comunista necesitaba culpables, y el “cosmopolitismo judío”, la “quinta columna del imperialismo internacional”, encajaba bien en el papel. Mencionar el Holocausto equivalía a exaltar el “clásico nacionalismo judío”. La discriminación, las campañas de odio y los asesinatos regresaron. Cuando en enero de 1953 la agencia de noticias soviética TASS denunció la existencia de un complot para matar a Stalin, urdido por sus médicos judíos, se oyeron de nuevo voces que exigían la deportación en masa de todos los miembros de esta religión. El fallecimiento del dictador calmó los ánimos, pero nunca restituyó a los judíos.

Por eso, a los judíos soviéticos, y entre ellos especialmente los bielorrusos, se les llama “las víctimas olvidadas de la Shoah”. “Necesitamos más recuerdo, más educación en las escuelas, más diálogo social, más monumentos y más museos, ¡en toda Bielorrusia no existe un solo museo del Holocausto!”, pide Kozak, “y también el resto de Europa tiene que saber lo que pasó aquí, porque la historia del continente y de la II Guerra Mundial no estará completa hasta que no le añadamos este capítulo”.

Kozak dirige desde 2003 un taller histórico dedicado a llenar con información y datos los agujeros negros del pasado bielorruso. El centro recopila testimonios, edita libros y le sigue la pista a los lugares y pasajes del Holocausto bielorruso. Momentos de frustración ha habido muchos, reconoce el historiador. “Esta misma casa”, dice, y señala a la vivienda de madera donde el taller lleva a cabo su labor, “es una de las pocas originales que quedan del gueto de Minsk. Las autoridades querían derruirla. Tuvimos que luchar mucho para salvarla.”

Pero Kozak no desespera. A lo que sucedió en 2008 le llama “pequeña revolución”. Con motivo del 65 aniversario del desmantelamiento del gueto de Minsk, personas venidas de todo el mundo se reunieron en Jama, uno de los pocos monumentos levantados en memoria de las víctimas. Allí, el presidente bielorruso, Alexander Lukashenko, habló por primera no sólo del sufrimiento judío durante la II Guerra Mundial, sino también de la contribución de este grupo, que tuvo hombres entre los partisanos y el Ejército Rojo, a la victoria contra los nazis.

Terrible plan homicida

Nunca antes en la historia se había esbozado un plan homicida de semejantes dimensiones, escribe el historiador Christian Gerlach*, y no se refiere a la “solución final”- aún por definir a principios de 1941- sino a un programa del Ministerio de Alimentación del III Reich que contemplaba el dejar morir de hambre a millones de personas en el norte de Europa.

Corrían los tiempos en los que la Alemania nazi todavía acumulaba batallas ganadas. Polonia, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Francia, Noruega, Grecia y Yugoslavia se encontraban bajo su control. Sin embargo, los estrategas germanos seguían lidiando con un problema que ya en el conflicto anterior, la I Guerra Mundial, les había causado estragos: el deficiente abastecimiento del frente y la retaguardia.

Los territorios conquistados en el sur y este del continente no se encontraban en condiciones de exportar alimentos suficientes para evitar la escasez, y en con ello el posible el descontento entre los habitantes del imperio. Largas y lejanas campañas militares, como la ocupación de Rusia que Hitler exigía, traían consigo enormes dificultades logísticas a la hora de asegurar el correcto aprovisionamiento de las tropas.

Por eso, los funcionarios del Reichsenährungsministerium elaboraron un plan: convertir las tierras anexionadas en el avance de la Wehrmacht hacia Rusia- Ucrania y Bielorrusia- en la reserva agrícola de Alemania. El campo aquí debía producir sólo para los alemanes. En esta zona no se requerirían más fábricas ni más trabajadores que los que precisasen ejército y administración invasores para la realización de sus respectivas tareas. La mano de obra útil sobrante sería enviada a Alemania. Al resto de la población se le negaría la comida hasta que pereciera por sí misma de inanición.

La llamada “guerra del hambre” jamás se llevó a cabo por ser inviable en la práctica. Aún así, tuvo terribles efectos. Ningún país de Europa sufrió la II Guerra Mundial como Bielorrusia. Cuando fue liberado por el Ejército Rojo en 1944, se encontraba casi en su totalidad reducido a cenizas. Prácticamente no había ciudad que no fuera puras ruinas; pueblos enteros dejaron de existir. A más de 380.000 bielorrusos se les obligó a abandonar el país como trabajadores forzados con destino a Alemania. Bielorrusia perdió entre un tercio y un cuarto de su población. Donde no había vida humana ni económica que respetar, aunque fuera por meros motivos bélicos, las perspectivas se tornaban aún más oscuras, en medio de un conflicto oscuro ya de por sí.

* Intereses alemanes, política de ocupación y asesinato de judíos en Bielorrusia, 1941-1943

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